Ella era de las que no se detenían ante nada. Todo lo quería y tarde o temprano, con su astucia, su cuerpo o su suerte, su deseo se convertía en realidad. Si, ella era una mujer fatal, no cabe la menor duda.
Un día, habiendo seducido con sus sortilegios a un empresario rico y poderoso, se vio a si misma viviendo en una mansión llena de muebles antiguos, alfombras persas y columnas de mármol. Con su vestido de princesa a medio poner, se vio en un espejo de princesa y creyéndose una princesa se sonrió feliz. Pero poco duró su mueca, porque era vacía, y pronto se llenó de tristeza y melancolía, se transformó en un balbuceo y luego en un aterrorizante grito de desesperación, reprimido, porque no emitió sonido.
Ese día se dio cuenta que quería amar y no podía. Ese día envejeció tanto, que murió arrugada y empequeñecida frente al espejo de princesa.
En la tarde, su esposo entró a la habitación pero ella estaba tan pequeñita que no la vio y siguió de largo. Esa noche, solo en la cama, el desconfiado empresario no podía dormir: “¿me habrá engañado?” pensaba.
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